domingo, 26 de septiembre de 2010

El Atoro


Hay motepillo, hay un recipiente de pepa de zambo, hay un canastón de cebolla morada que me es reminiscente a las estalactitas curvas remojadas en remolacha de las granjas nórdicas de la tía Merianas de Encantos Joviales. Me pregunto cuántas cirugías más aguanten esas remolachas. Me pregunto también sobre la elección de un menú tan sofisticado para una ocasión que se proyecta como tan poco memorable, y cuando le doy el primer mordisco al pernil, me doy cuenta de que ambos exageramos. La horchata está hasta caliente.

-Sí, yo misma fui- me dice Prima, que de escandinava no tiene nada, y mientras sube su mirada para alinearse con la mía, sigo el trayecto del bocado que debería descender pero no desciende. Cuando al fin nos encontramos, mete los ojos, tose cuanto puede y se toma un bocado de la bebida inesperadamente abrigadora. Cuando se pierde el vínculo poso mi mirada en las heridas de tulipanes clavados que le propinó ayer en la tarde el Tío Alfonso, en las muñecas, por exagerada. Para cuando deja de toser ha entendido que tendrá que superar su atoro sin mi socorro. Hace silencio.

No soy nadie para decidir quién merece qué, pero creo que mi inercia se debe más a la justicia que a la venganza. Digo esto porque siento como una ternura parental que me roza cuando imagino las paredes de su esófago desgarradas y obstruidas por el mote dentado. Ahora bien, este fenómeno me es más interesante que desmoralizante: ¿no son curiosas por precisas las medidas de las protuberancias de huevo de gallina? El vaso de horchata cae sobre la pepa de zambo y solo salpicados me reencuentro con esta conexión de rencor que tanto anhelé regresara. No voy a hablar de los mitos de las chacras justicieras, más que nada por ridículos, pero para el clímax del atoro me siento curiosamente aprobado, y a la sofocación de Prima, tan dulce, tan tosca, tan inminentemente disfrutable, la contemplo con la más oportuna de las satisfacciones.

Han pasado por lo menos cuarenta segundos desde la enfermiza declaración de Prima y creo que puedo contar mis músculos desplazados con una sola mano. Prima, en cambio, abre y cierra la boca como si los fonemas se formularan con tan solo el triple de esfuerzo. Ya comprendida la falta de vehemencia del silencio, me saca los ojos.
En vez de llenarme de culpa me lleno de creatividad y me la imagino levantándose de la silla sin cueros, tomando el cuchillo de reses de la primera gaveta y extirparse el motepillo a expensas de su aorta. Cae desangrada y la obligo a limpiar las baldosas antes de que expire. Cuando la sangre se extiende hasta la pata de mi silla, me huele a tulipanes, y sí, ahora sí me cae la culpa y su peso tiene que ser el mismo al del piano que le cayó al Tío Alfonso ayer por la noche mientras dormía y, como un festival de malestares, veo en los ojos salidos de la Prima los candelabros que convenientemente cambiaba de lugar ayer al atardecer, los cables cortados dentro del piano y los yunques que entraban en su lugar, el piso de madera humedecido por una mancha tan irrelevante, los sonidos de un estuco que cuanto abrimos las puertas nos sonó tan frágil. Sí, la Prima es una puta, pero no una exagerada, y con el Tío en coma esta no puede ser sino la ocasión más memorable de todas. La chacra no es justiciera sino casual, irreverente y aleatoria como cualquiera de nosotros, y no por sensata va a condenarnos mejor. Insensato forcejeo por salir de esta mitología y ver qué puedo hacer a estas alturas por la Prima, que en su maldad preciosista ha ensamblado una obra maestra. El caso parece ser el mismo de hace minuto y medio-- ahora el cuello está ligeramente estirado hacia atrás y le caen las últimas babas sobrevivientes al bloqueo cereal. Inminentemente salvable pero igual de dudable, no me puedo imaginar una sentencia tan poética considerando la procedencia de las gallinas. De repente el Tío Alfonso, medio muerto, me parece el tipo más relevante del planeta, y, bloqueado bloqueado pero más lírico que nunca, no encuentro un mejor desenlace que la cabeza de Prima inerte sobre esa esponjosa cama de lechugas y pepa de zambo derramada. A ver si alcanza a cortarse sus propios cables. Salgo a planchar el terno.

-¡Sí, está muerto!- nos grita la Tía Merianas cuando irrumpe por la ventana, y yo corro de vuelta a la cocina.

- ¡No te creo!- le susurro a Prima con el mínimo de entusiasmo que requieren los signos admirativos, golpeo su espalda con el martillo de madera, y, tras la inhalación intensa y el motepillo ya no tan amarillo que se estrella contra la alacena, huyo a confesarme.


Ahuévense.

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